Nuestro secreto develado, por Daniel Molina
Nuestro secreto develado
Nacida el 16 de marzo de 1971, Gaby Messina estudió publicidad y fotografía. Durante diez años trabajó en agencias de publicidad, hasta que en 1999 decidió trabajar como fotógrafa publicitaria. En 2004 presentó su primer trabajo personal. Ahora expone en la galería Elsi del Río una serie de retratos realizados en Lima, en la provincia de Buenos Aires. Hasta el 15 de octubre.
Por Daniel Molina
Diario Perfil
Domingo 19 de Septiembre de 2010
Cultura
Recuerdo una tarde de mi infancia: iba con mi tía Fela viajando en tranvía por una Buenos Aires de calles adoquinadas. Mi tía tenía una revista dedicada al carnaval. Quería que yo eligiera un disfraz para lucirlo en el corso de ése año. Me enamoré del traje de gallito. Estaba cansado de ser pirata: quería tener plumas de colores y un gran pico amarillo. Faltaban muchos años para que leyera esta frase de Oscar Wilde: “Si se le pide a un hombre que nos cuente su vida, mentirá; démosle una máscara y dirá la verdad”. Sin embargo, a los seis años, cuando pedí el disfraz de gallito, yo ya la entendía perfectamente. Ahora, frente a los retratos de Gaby Messina vuelvo a confirmar que nunca somos más auténticos que cuando nos disfrazamos.
Durante dos años, todos los fines de semana, Messina fue a Lima, un pueblo que se encuentra a cien kilómetros de la ciudad de Buenos Aires y que parece haberse detenido en las primeras décadas del siglo pasado. Messina es una retratista singular. Tiene un ojo único para encontrar el gesto revelador, el rasgo secreto, el momento preciso. Ella sintió que había descubierto en Lima algo maravilloso, que no supo bien qué era, pero que intuía que era muy intenso. Comenzó a retratar a los habitantes, que al comienzo se mostraron desconfiados. ¿Qué buscaba esa mujer? ¿Por qué los invitaba a fotografiarse? ¿Qué podían tener ellos para que todas las semanas se viniera desde la capital a tomarles fotos?
De a poco, Messina fue venciendo todas las resistencias y descubriendo el tesoro secreto que anida en el corazón de la gente de Lima: un humor, un desparpajo, un ansia de jugar a ser otro. Los que al principio no querían saber nada se fueron acercando y todo el pueblo quiso salir en la foto. Cada cual con su historia, con su imagen única. Cada habitante posaba con su disfraz espléndido, el que le permitía mostrarse tal como se deseaba, tal como se soñaba.
Dos chicas en minifalda, con los labios rojo sangre, compartiendo un chicle promiscuo. Un señor sentado en su sillón floreado, presidiendo con su tridente un inhóspito jardín de tubos de gas. Dos hombres en un bar, ambos con el torso desnudo; el mayor, portando orejas de conejo, mira al más joven: hay tanta magia en la escena que es imposible saber qué sucede e imposible dejar de mirarla. Una mujer de pelo corto teñido de rojo está en un jardín, vestida con una malla blanca de escote muy abierto: monta un camello realizado con cinta de embalar. Una señora en ojotas, en el living comedor de su casa, cubierta de grandes hojas, luce un par de aros blancos. Un joven, con una especie de taparrabos realizado con una manguera, posa alegre en el esqueleto de una casa en construcción.
Las escenas lindan con lo estrambótico y son ambiguas. Cada uno de los personajes interpreta su papel con una energía tan potente que transforma cada foto en documento de una aventura existencial. Los personajes no sonríen ni se hacen los graciosos. Su humor es serio. A la manera de Buster Keaton, cada uno de los retratados por Messina parece comprender que la tragedia es la más intensa celebración de la vida. Detrás de cada disfraz, no se esconde nada. Lo más profundo está en la superficie. La escena, la pose, el gesto: todo lo que existe es lo que vemos. Y lo que vemos es nuestro secreto develado. Al exhibirse, los habitantes de Lima nos desnudan.
Nacida el 16 de marzo de 1971, Gaby Messina estudió publicidad y fotografía. Durante diez años trabajó en agencias de publicidad, hasta que en 1999 decidió trabajar como fotógrafa publicitaria. En 2004 presentó su primer trabajo personal. Ahora expone en la galería Elsi del Río una serie de retratos realizados en Lima, en la provincia de Buenos Aires. Hasta el 15 de octubre.
Por Daniel Molina
Diario Perfil
Domingo 19 de Septiembre de 2010
Cultura
Recuerdo una tarde de mi infancia: iba con mi tía Fela viajando en tranvía por una Buenos Aires de calles adoquinadas. Mi tía tenía una revista dedicada al carnaval. Quería que yo eligiera un disfraz para lucirlo en el corso de ése año. Me enamoré del traje de gallito. Estaba cansado de ser pirata: quería tener plumas de colores y un gran pico amarillo. Faltaban muchos años para que leyera esta frase de Oscar Wilde: “Si se le pide a un hombre que nos cuente su vida, mentirá; démosle una máscara y dirá la verdad”. Sin embargo, a los seis años, cuando pedí el disfraz de gallito, yo ya la entendía perfectamente. Ahora, frente a los retratos de Gaby Messina vuelvo a confirmar que nunca somos más auténticos que cuando nos disfrazamos.
Durante dos años, todos los fines de semana, Messina fue a Lima, un pueblo que se encuentra a cien kilómetros de la ciudad de Buenos Aires y que parece haberse detenido en las primeras décadas del siglo pasado. Messina es una retratista singular. Tiene un ojo único para encontrar el gesto revelador, el rasgo secreto, el momento preciso. Ella sintió que había descubierto en Lima algo maravilloso, que no supo bien qué era, pero que intuía que era muy intenso. Comenzó a retratar a los habitantes, que al comienzo se mostraron desconfiados. ¿Qué buscaba esa mujer? ¿Por qué los invitaba a fotografiarse? ¿Qué podían tener ellos para que todas las semanas se viniera desde la capital a tomarles fotos?
De a poco, Messina fue venciendo todas las resistencias y descubriendo el tesoro secreto que anida en el corazón de la gente de Lima: un humor, un desparpajo, un ansia de jugar a ser otro. Los que al principio no querían saber nada se fueron acercando y todo el pueblo quiso salir en la foto. Cada cual con su historia, con su imagen única. Cada habitante posaba con su disfraz espléndido, el que le permitía mostrarse tal como se deseaba, tal como se soñaba.
Dos chicas en minifalda, con los labios rojo sangre, compartiendo un chicle promiscuo. Un señor sentado en su sillón floreado, presidiendo con su tridente un inhóspito jardín de tubos de gas. Dos hombres en un bar, ambos con el torso desnudo; el mayor, portando orejas de conejo, mira al más joven: hay tanta magia en la escena que es imposible saber qué sucede e imposible dejar de mirarla. Una mujer de pelo corto teñido de rojo está en un jardín, vestida con una malla blanca de escote muy abierto: monta un camello realizado con cinta de embalar. Una señora en ojotas, en el living comedor de su casa, cubierta de grandes hojas, luce un par de aros blancos. Un joven, con una especie de taparrabos realizado con una manguera, posa alegre en el esqueleto de una casa en construcción.
Las escenas lindan con lo estrambótico y son ambiguas. Cada uno de los personajes interpreta su papel con una energía tan potente que transforma cada foto en documento de una aventura existencial. Los personajes no sonríen ni se hacen los graciosos. Su humor es serio. A la manera de Buster Keaton, cada uno de los retratados por Messina parece comprender que la tragedia es la más intensa celebración de la vida. Detrás de cada disfraz, no se esconde nada. Lo más profundo está en la superficie. La escena, la pose, el gesto: todo lo que existe es lo que vemos. Y lo que vemos es nuestro secreto develado. Al exhibirse, los habitantes de Lima nos desnudan.
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