lunes, septiembre 03, 2007

El triunfo de la diversidad, por Daniel Molina

Una breve recorrida por las galerías porteñas basta para comprobar que hoy lo único uniforme es lo diferente.
Por Daniel Molina
Para LA NACION
Domingo 2 de Septiembre de 2007

El arte de nuestra época coincide con el ritmo actual del mundo: es múltiple, no autoritario. Está en cambio permanente. Es necesariamente ambiguo. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial (y de manera aún más acelerada desde la caída del Muro de Berlín), la vida cotidiana está cada vez menos regida por normas y valores absolutos. Esta libertad es inédita: solo se vivió un clima espiritual parecido hace dos milenios, entre el triunfo ateniense en las Guerras Médicas y la caída del Imperio Romano.

Marguerite Yourcenar dijo que aquella época fue el momento en el que los dioses ya se habían ido del mundo y Dios todavía no había logrado ser el único. Fue el tiempo de Alejandro, César y Adriano. Fue el tiempo de Platón, Sófocles y Virgilio. Fue el tiempo del diálogo. Se permitían disentir porque estaban de acuerdo en lo esencial: sabían que en la discusión de ideas estaba el camino para construir juntos un mundo de sentidos plurales.

La diversidad es nuestra marca de época. Nada lo muestra, lo celebra y lo produce con más vigor que el arte. Valga una breve recorrida por las galerías de Buenos Aires para comprobar que hoy lo único uniforme es lo diferente.

Cuando salió de prisión, Oscar Wilde se encontró con André Gide. El escritor francés le preguntó si no había pensado que la pacata sociedad victoriana lo iba a castigar por intentar sobrepasar todos los límites; Wilde le respondió: "Yo quería conocer el otro lado del jardín". Ese otro lado del jardín es lo que construyen desde hace años Leo Chiachio y Daniel Giannone. Recurriendo a la imaginería oriental (china, india o japonesa), Chiachio y Giannone crean un mundo que solo puede ser soñado desde ese "otro lado". Flautistas, la obra con la que obtuvieron el Premio Platt (jurado: Juan Doffo, Julio Sánchez y Victoria Verlichak), es una muestra cabal de esa búsqueda: dos músicos -hechos de grafito, purpurina e hilos de seda- danzan al compás de una música que solo ellos oyen. Es un eco de otro mundo: el jardín soñado.

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En las pinturas de Vicente Grondona palpita la nostalgia por la historia de la pintura. Además de los motivos que muestran, cada cuadro es un homenaje a esa inmensa y prodigiosa aventura humana que se concretó en los lienzos que iluminaron nuestra cultura desde el Renacimiento. Imágenes diluidas, a lo Watteau, pero producidas con lavandina: en esa tensión entre lo sofisticado de la referencia histórica y lo crudo del método estriba el secreto de Grondona. El artista es un mago que transmuta todo en todo.

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La mitología que inspira las obras de Patricia Di Pietro tiene la forma del estallido pop, pero es un pop bonaerense. Mucho color plano. Mucho amor: dibuja un mapa de lo que no se tiene, de lo que se quiere, de lo que quema dentro. Hay en las obras de Di Pietro una mirada irónica y tierna, a la vez. En sus cuadros palpita una intensa vida de living : ese es el escenario ideal para llorar cuando se oyen sonar los boleros en el Wincofon.

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Andrés Toro seleccionó algunas fotografías que su padre había tomado hace tres décadas y las amplió a gran tamaño. El cambio de escala y el paso del tiempo transformaron radicalmente esas imágenes. De manera similar al Pierre Menard del cuento de Borges, Toro cuenta otra historia con los mismos materiales que su padre produjo. Es una historia que habla de su efectiva relación con las imágenes (en la que se afirma: "no es interesante ser original") y de una afectiva relación con su padre ("no se hace arte más que desde la propia novela familiar"). Con las mismas imágenes, otra historia: lo más personal que tenemos es la forma en la que los otros nos influyen.